lunes, 7 de junio de 2010

Crónica Maicera

Mi Primer Grumito

Érase que se era, el tiempo de los pantalones terlenka y la bota campana. El padre García Herreros, ya le revendía minutos a Dios. Allende, muy allende en el sur, empezaba a ser pasto de los gusanos. Yo, juicioso quinciañero, de signo Leo, y estaba Virgo.

Aprendía burradas en el Instituto Universitario, un acabadero de calzones donde cursaba tercero de bachillerato. Era brillante en la notas, acaramelado con los cuadernos, y disciplinado como buen tonto. Lo más impúdico a que osaba, era participar en recochas grupales de corte hereje.

En un salón de religión, ambientado con estatuas de Santos –luciendo modas al estilo Verónica de pueblo pobre–, cometíamos atrocidades. A escondidas del cura, vestíamos y desvestíamos esos ídolos sacros que allí pernoctaban como ejemplo de la más paradigmática vida cristiana.

Bandidos y vergonzantes fetiches, todos ellos. Sabíamos, por la cartilla de Religión III, de sus pasados de asesinos y violadores hasta de chivas y ovejas y yamas del alto Perú.


El cuento es que, con mi gallada del salón, les variábamos la vestidura a tales Santos. Jugando con mantos, capas, sayas y coronas, les simulábamos pintas de travestis, malhechores y putas de extramuros. ¡Y eso me arrechaba!

Decidí entonces, en un día de charlas colegiales cuando los más doctos develaban por dónde le entraba el agua al coco, planear mi botada de cachucha en una casa de alcahuetas galemberas. Ya era hora, ¡antes de que mutará en quepis francés!

Ya tenía gordita mi alcancía de barro, un choncho facturado con manos boyacacunas. Muchas aguantadas de hambre en los recreos, y muchas patoniadas ahorrando pasaje, tuve que sufrir para cebar ese cochino marrano fue usted.

Le zampé un martillazo a la caja de ahorros, y sumé el dinero suficiente para mi primera folgada. Sobraba plata hasta para invitar a la ‘prosti’ a un caldito en la Guaca del Pollo Pollón, asadero que por aquellas calendas ya gestaba actos genocidas contra el ganado picudo.

El antro ya lo tenía elegido: Los Picapiedras. Una casa de lenocinio, cercana a la calle de La Penicilina. Próxima a Gato Negro, felpuda cafetería que años después arrasó un incendio provocado por el cortocircuito del roce de un banano urabeño con una cuca salamineña. En pleno Puerto Plomo, donde sobran balas y echan ‘tiros’ a toda hora.

Era un lunes y le dije a mi amá: “Voy para donde un compañero a hacer una tarea del colegio, y a lo mejor me quedó durmiendo en la casa de él”. Le comenté que el examen que debía afrontar, o prueba que tenía que superar, era clave para mi futuro, (dolería, picaría y produciría escozor en mi bragueta).

Me puse como 'gorro' que esa noche botaría mi 'gorro'. El martes caparía clase, y por la tarde –luego de recuperar energías– haría presencia en el cuarteto defensivo de mi equipo de micro, que tenía un partido de vida o muerte.

Pero, a mí no me importaba llegar lánguido, flojo de corvas, a ese encuentro futbolero. Me preocupaba otro tipo de evento, sustancial para mi clasificación en el género macho.


Planchaito, bañaito, acicalao, solito, llegué a Los Picapiedras. Apenas abrían la puerta. Eran las 6 de la tarde. Me senté en una mesa arrinconada, y pedí media de aguardiente, cigarrillos y chicles pa’ mascar la nerviosidad.

Todavía no hacía presencia ninguna princesa. Era temprano para ellas, debían estarse untando polvos para borrar las huellas de los mismos.

Nueve de la noche y ya había ambiente. Guarichas y montañeros de La Cabaña, La Cuchilla del Salado, Tarro Liso y El Alto del Guamo, compartían mesa y se mandaban la mano con generodidad. Y yo nada que me decidía, no pillaba damicela pa’ mi gusto.

Por allá, borrosa en la penumbra, divisé una monita sardinita solita tímida. Pero ningún impulso valiente y visceral que me levantara de la mesa. Sentía como una especie de resorte aprisionándome las pelotas de la silla. ¡Y nada que me paraba!

Una negra gorda y veterana me sacó a tirar paso. Al son de un tiringuistinguis: me atenazó, me amacizó, me levantó del piso. Y yo, con los pies al aire, perdido del ritmo, a punto de ahogarme en sus pechugas.

Lo más cruel, no fue bailar con la más fea, sino tocarme un disco mosaico de media hora eterna. Cuando finiquitó la melodía, me puso una máquina tenaz de karateca y trató de besuquiarme. Corrí a mi mesa como alma que lleva el diablo: en su dentadura, tristes y apartados, sólo habitaban dos afilados colmillos, como pa' ruñir hueso.

Las horas volaban, se acababa el dinero, y el aguardiente ya me mareaba. Prendido como estaba por el trago, podía caer por equivocación en la estaca de una chica de antena, y yo quería perder otra tela. ¡La cachucha me palpitaba!

Repentinamente, emergió una sinfonía de morboso signo: cantaron en coro todos los gallos de los negocios vecinos. Eran las cinco de la mañana, y yo como una mísera güeba fumándome el último cigarro, mordiendo un chicle pastoso, y sin percanta.

Cinco y media. Ya todas las parejas se habían ido al catre. ¡Y yo con deseos de montar piernita! Sólo quedaba una cuchita barriendo colillas, el cantinero reuniendo cunchos de borrachos para llenar una media, y en el fondo la silueta de la
monita sardinita solita tímida.

De pronto, súbitamente, la monita salió de la sombra, vino directamente a mi mesa, y sin mediar palabra me tomó dulcemente de la mano. Me sacó a la calle, luego de bajar una escalera infinita. Era el angelito de mi guarda, mi dulce compañía, mi salvación, la arepita que me haría el favorcito.

Sin mediar palabra, y tomados de las manitas ganosas, cruzamos a un hotelito del frente. Una pensioncita de mala muerte, escalones desvencijados. Un portero mediodormido en la puerta de arriba, atinó a abrir un ojo para constatar que la monita le arrojase una monedas a su escarcela.

La monita, aún callada, abrió un candadito de 5 pesos. Entramos a un cuartico azul, dulce morada. Estrecho cambuche, cruzado por unas cuerdas donde pendían alitas de repuesto y mudas ahorcadas. Una estufa barata sostenía una olla vacía y rendida por los hundidos.

Mientras se desnudaba, se desplumaba, por fin habló. Antes de un silencio de palabra que se extendería a lo largo de dos horas, musitó: “Papi, tengo 15 años. Hace 2 meses estoy en esto. Soy de Aguadas. Y qué pena pero voy a apagar la luz”.

Haló la cuerda del interruptor de un bombillo esmerilado, pajizo péndulo del techo. Sentí la tersa piel de una sílfide agreste que me sació en múltiples aromas y maromas. Y me pringó una moraleja: las mejores amantes son las maiceras silvestres, que no conocen el televisor, actúan sin concepto ni censor, y huelen a crispeta agridulce.

A las 9 de la mañana me despertó el pitazo de un jeep cargado de racimos humanos con destino a La Curva de La Horqueta. Ya entraba luz difusa al cuarto. Ella dormía plácida, medio tres tercios desnuda y un poquito menos. Era bella como una mazorca de exportación, con pelillos orgánicos incluidos.

Le susurré mi despedida. Agitó el cuerpo y clavó, dormida, sus cachetes en la almohada dura. Le dejé en una mesa gorobeta, el resto de mi capital. La besé en la orejita y salí sosteniéndome de las paredes de bahareque.

Mi amá, me tenía desayuno con morro para cobrar fuerzas luego de prueba tan difícil. Me repitió plato, pues me percibió como debilito por tanto maceo (¡tanto mazo!). Yo le dije que había sacado la mejor nota en la prueba.

Esa tarde, cuando jugué con el equipo, fui el culpable de la goleada que nos pegaron. Lucí desconcentrado. Mi mente en la tibia entrepierna de la monita. Y, como perro sarnoso que soy, rascándome la primera picadita que tuve... en mi corazón.

4 comentarios:

taranto dijo...

Amigo:

1- Este Blog debe ser para adultos.
2- Un Blog no es para narrar traumas.
3- ¡Vaya al psiquiatra!
4- Y por último: ¿cuándo cuelga otra crónica?

Anónimo dijo...

Señor bloggero.
Caballero relator.

Ciudadano cronista con un Don: Sacar a la luz cosas que se dicen, se ven o se oyen por los extramuros de una ciudad en deconstrucción.

Es un escrito provocador, pues dan ganas de imitar al contador y narrar porque razón de aquellos polvos, devienen estos lodos. (Léase, algunas embarradas)

Muy buenos los detalles externos, pinta muy bien el escenario, describe estupendamente lo que se cuece entre las bambalinas y muestra muchas verdades sibilinas, aunque no todo sea cierto, en la oscura vida de las chicas del night club de las “pica piedras”.

Lástima que la pequeña desplazada Aguadeña apagara la luz.

Pero quiero escribir y por eso le digo, que el narrador no puede fundir en negro, lo que ocurre desde el canto del gallo de las cinco y media de la mañana hasta el ñarrido bullicioso y galembero del gato negro.

¿A oscuras metí la mano o oscuras metí los pies?

Se explaya el autor en detalles descriptivos, muy ricos, sabrosos, pero racanea a la hora de los temblores, en el momento supremo de este lúdico cuento.

Nos priva del susurro de despedida triste a la Monita, que debería ir resaltado en letra negrita Times New Roman y con bastardilla.

¿Autocensura, rubor?

Después nos pringa, unta o embadurna con una moraleja distante y poco esclarecedora:

“las mejores amantes son las maiceras silvestres, que no conocen el televisor, actúan sin concepto ni censor, y huelen a crispeta agridulce.”

Yo quiero adivinarle, pero el lector es curioso por naturaleza, chismoso por definición y voyerista por tradición.

“Sentí la tersa piel de una sílfide agreste que me sació en múltiples aromas y maromas”

Este lector se imagina la gimnasia, olfatea los sudores, supone la magnesia, pero cuando las ninfas crecen, este avezado fisgón quiere poder guindar esas acrobacias, aunque sea por el ojo de la chapa que le proporciona el escribiente.

Uno como consumidor de literatura aspira a que le muestren, en cámara lenta, con repeticiones incluidas, como la sílfide rubia amparada en la oscuridad, cambia la timidez por la profesionalidad y de soslayo quiere ver como el mudito quinceañero se sacude la torpeza genética heredada, con unos impulsos vitales dichosamente reveladores.

Entonces solo entonces, sabremos entender la turbia moraleja del relato de unos hechos, que ya han sido juzgados por los años y por el polvo de los tiempos.

Gracias por compartir tus experiencias, te seguiré leyendo.

Vladimir Nobokov.

Anónimo dijo...

Uyyy que diría mamá¡¡¡¡¡¡

Anónimo dijo...

La Putas de Aguadas era la mujercita de piel alecheada, por eso no quizo dejar prendida la luz! ¿ para no dejar ver su antena? ¿se le ha colado en su primer desflore?